Flor
de loto
Esto
está bien, pensabas, mientras el mundo seguía girando, mientras todo continuaba
de la misma fúnebre manera. Le diste otra calada a tu cigarro. Yo lo había
visto, pensabas y pensabas. Ahora te terminabas el quinto cigarrillo. Prendías
el siguiente y así subsecuentemente hasta que la cajetilla se vio vacía.
Yo
lo vi todo. Te lo juro por Dios.
Lo
empiezas a ver como si fuera tan simple como esto. Después de todo, nadie podía
hacerle daño a lo que más querías de este mundo. Ese hijo de puta se lo había
tenido bien merecido. Aun recuerdas como corría y como suplicaba que te
detuvieras, como lloraba, como había terminado siendo tu perra. Y aun así lo
hiciste.
La
habías conocido en un concierto del alumnado de tu universidad. Ella tocaba el
violonchelo. Había tocado el violín de pequeña, pero al ir creciendo y madurando
cambio de instrumento, descubrió lo tenebroso que podía ser ese gran pedazo de
abeto, la había cautivado.
Tú
eras un fotógrafo frustrado, estudiando historia porque no tenías el dinero
suficiente para dedicarte a lo que realmente te apasionaba. Además escribías
pequeños textos y poemas. Habías sido publicado algunas veces en pequeñas
revistas literarias independientes, pero
nunca nada de gran relevancia.
Ese
día ibas a tomar fotos como parte de un reporte de la facultad a la que estabas
inscrito. Lo recuerdas, irónicamente, con dotes de memoria fotográfica. Era una
tarde casi tirándole a noche de abril. La veías celestial en su vestido
floreado, largo, lo suficiente para que pareciera algo que no es de aquí, pero
no tanto como para ser un vestido de ceremonia. Llevaba el cabello suelto en
una hermosa melaza negra a más no poder. Su piel canela la podías casi
respirar, aun cuando estabas a diez metros de ella.
Tocaba
junto a otras 3 personas, no tiene sentido recordarlas. Interpretaban una común
y popular composición en re mayor del periodo barroco. Para ti eso fue como
escuchar a los ángeles cantando mientras el apocalipsis caía sobre la tierra.
Jordana,
mucho gusto, escuchabas de su tremebunda voz. Octavio, el gusto es mío, lo
decías casi como disculpándote, como si tu sola existencia no fuera merecedora
de los oídos que tenías al frente.
Todo
te pareció natural. Ya estaban hablando como si se conocieran desde la
infancia. Llegaron sus familiares a felicitarla. Estuviste majestuosa, se lo
decía su padre. Te presentó como un gran amigo, tal vez ahora puedas entender
eso. Les dejó la parte más grande de su vida y se fue contigo. Ni la habías
invitado a salir, todo estaba implícito. La llevabas a tu lugar favorito de la
ciudad. En la noche todo parece más impresionante. Qué poético es el centro,
pensaron los dos.
Tocaban
fervientemente la puerta de tu casa. Sabías que era momento. Saliste y te
fuiste con ellos. Llegaste a la casa gris. Te explicaron el procedimiento que
se te iba a llevar acabo. Vil burocracia, les dijiste. Parecían marionetas
manejadas por cables de cobre sin valor. Ni se inmutaron y te confinaron en tu
pedazo de nuevo mundo. Preguntas, más preguntas. Te sorprendió la facilidad con
la que decías todo. Ni pensabas en mentir. Aceptaste todo. Lo confesaste. Ese
hijo de puta se lo merecía, lo volvería a hacer, pasó por tu mente, ¿o acaso se
los dijiste?
Unos
días antes habías estado deprimiéndote en tu cuarto. Escuchando música que te
hacía llorar, “Another one coming and let’s gonna be the same” decía la
canción. Inmerso en el alcohol y en la nicotina. Sólo tenías vida para salir a
la calle y comprar más de tus sucios vicios. Daba miedo verte. Daba miedo ver
como después de experimentar la felicidad pura, algo que lo podías sentir tan
tangible como comer un caramelo de dulce de leche, ahora veías la vida con un
velo negro. Todo por una mujer que nunca busco algo en ti más que consumirte
hasta la última gota.
Sólo
te paraste ese día porque sabías que ella estaría ahí, pero no te habías puesto
a pensar en ella desde entonces. Apenas la recuerdas, ahora que estás a punto
de perder por lo que tanto luchaste toda tu vida.
Estabas,
estaban en el centro de la ciudad. Recorriéndolo con una obscuridad iluminada
que resultaba tan agradable a sus almas, que se fueron llenando cada vez más.
Sólo caminaban. Y platicaban sobre la vida. Se conocían más. Se enamoraban de
ustedes, de sus personas, de sus seres. Mientras todo el mundo giraba en torno
al odio, ustedes lo desafiaban, se reían en su cara.
Terminaron
haciéndose en tu casa, en medio de mil botellas con olor alcohólico. Se besaban
sin pasión, pero con una ternura que pondría poner a llorar al mismísimo
creador. Ese día pensaste en ti. La fotografía no te interesaba. Nada lo hacía.
Bueno, en realidad sólo importaba Jordana.
Despertaron
al día siguiente. Y la llevaste a su casa en esa vieja moto que tenías
arrumbada, en un principio no prendió, ella soltó una risita como de entendimiento
perfecto, pensaste en que te estaba dejando en ridículo, pero por cuestiones
divinas que nadie podría comprender, arrancó. Se fueron por toda avenida
Tlalpan, doblaron en América, siguieron por División del Norte (sintiendo el
refrescante oxigeno entrando en sus pulmones), tomaron Miguel Ángel de Quevedo
y se perdieron más allá de Tláhuac. Tú regresaste a tu pequeña guarida,
abandona en los rincones del metro Villa de Cortés. Pero no regresaste solo,
regresaste con ella metida en lo más profundo de tu organismo. Ya eras una
persona completa. Lo podías asegurar.
Y
un día tocaron a tu puerta. Pero tú estabas muy borracho como para escuchar. Y
tocaron de nuevo. Y así siete veces. Y lo lograste escuchar. Y te diste una
línea para revivir. Y saliste. Y la viste tirada en el suelo. Y pensabas en lo
mucho que se parecía a un perro asustado. La metiste a tu casa. Ella no
hablaba. Le preparaste un café. Te pareció que 4 cucharaditas estarían bien. Ni
siquiera lo probó. Ninguno de los dos hablaba. Tratabas de limpiar sus heridas,
pero ella no cooperaba mucho. Y la oías llorar. Pero no te importaba. Sólo
querías saber que había pasado. Y que podías hacer. En algún momento de la
noche ella se sereno un poco. Y te platicó sobre él. Pero te hizo prometer que
no harías algo. Y que la cuidaras. Y que ella confiaba en ti. Y que nunca la
dejaras. Y lo trataste de olvidar. Pero soñabas con su carita destruida. Con
sus cortes en las manos. Y te ardía la sangre, y te ardía la linfa, que era
mucho peor. Y tratabas de seguir la vida de una manera un poco normal. Pero
seguías pensando en su carita destruida.
Poco
a poco dejaste de ir a clases, ya no tenían sentido después de ver su carita
destruida.
Visitabas
en su casa, su madre y su padre confiaban en ti como si fueras el hermano
mayor. Pasabas el mayor tiempo posible con ella. Sentías que si la dejabas, él
lo volvería a hacer. Ni siquiera lo conoces, es alguien anónimo para ti. Pero
tienes deseos de hacer algo. De romperlo. De dejarlo como el dejó a Jordana, a
Jordana y a su carita destruida.
Te
convenció de que siguieras en Historia. Que ella te ayudaría después a cumplir
tu sueño de la fotografía. Ella entendía que era importante para ti plasmar la
esencia de la vida en una vil imagen semiplástica. Y que todo se resumía a eso.
Se aprovechaba de que tú resumieras la fotografía en ella.
Tú
tratabas de que ella siguiera tocando el violonchelo, pero había quedado tan
lastimada que ahora, cuando ella tocaba, de verdad que lloraban los ángeles. Y
sentías odio por él.
Volviste
a casa, no pudiste aguantarte. De nuevo viajabas en el mágico mundo del ajenjo.
Sonó tu puerta. Esta vez la escuchaste de inmediato. La abriste. Pero no era
Jordana y todo, toda la mierda, en un mísero instante, se volvió real.
Saliste
de tu casa, en tu pequeña motocicleta vieja y olvidada. Manejaste lo más rápido
que pudiste. Cada vez más y más y más deprisa. Pero nunca fue suficiente. Querías
estrellarte y no saber más de nada. Pero no corriste con tanta suerte. Ni
fuiste lo suficientemente valiente como para estrellarte en ese poste de
concreto que dejaste atrás hace ya algunas horas.
Se
te acabó la gasolina. Pasaste a recargar. Te peleaste con el empleado por la
poca cantidad que te había despachado de acuerdo al dinero que le habías dado.
Lo golpeaste en el estómago con el puño cerrado y sobresalían de los nudillos
tus llaves. Quién sabe de dónde aprendiste esto. Saliste a toda velocidad.
Pensaste en que el empleado no tenía la culpa. Que seguramente era algo más
profundo que eso. Aunque ahora que te dirigías al hospital esto ya no tenía
sentido.
La
verdad fue un accidente menor. Ya no tenías moto. Pero lo viste como una manera
rápida de llegar a ella. Cuando te bajaban aprovechaste y saliste corriendo.
Qué era una mano rota. Cuando lo que importaba era Jordana.
Tardaste
una hora en llegar a donde la tenían internada. Te sentaste en la sala de
espera, esperando, obviamente a que diera la hora de las visitas.
Entraste
y la viste tan tranquila en su cama, que pensabas que todo esto era una
exageración. Te acercaste y todo cambio. Esta vez no había vuelta atrás. Ella
despertó y trataste de mentir lo mejor que podías. Ella lo confeso todo, pero tú
ya lo sabías. Sólo trataste de sacar más información. Ahora sabías quien era y
en donde vivía. En cuanto se durmió partiste a por él.
La
mano te dolía más que cualquier otra cosa alguna vez te había dolido.
Octavio.
Te viste en el espejo cuarteado de tu nuevo mundo. Fijabas tu atención en tu
yeso. Sabías lo que iba a pasar pero no te arrepentías de nada. Ese hijo de
puta se lo tenía bien merecido. Nadie te platicó nada más. Pero deseabas que no
hubiera muerto. Lo deseabas más que seguir vivo. Esperabas que aun estuviera en
su miseria, que su carne no haya sanado. Que sus cicatrices lo persiguieran por
el resto de sus días. Que tuviera miedo de salir. Que se haya quedado ciego.
Que no pudiera recuperar la capacidad de caminar. Que la golpiza que le diste
la recordara en su lecho de muerte.
Y
ojalá estuviera vivo, sufriendo, pidiendo la muerte. Y ojalá tú estuvieras en
libertad, para ir con él, y hacerlo de nuevo. Destrozarle la cara con el tubo
que habías encontrado días anteriores en tu barrio. Y romperle las piernas. Y
apuñalarlo tantas veces que habías perdido la cuenta en tu euforia. Y que lo
vieras una vez más tirado en el suelo. Sollozando. Pareciendo una bolsa de
carne molida. Porque nadie se metía con lo que más querías en la vida. El yeso
te causaba comezón.
Pero
sabes que no aguantarás mucho aquí, nadie lo hace,
En
especial las personas como tú.